DIARIO DE UN TRANSEÚNTE (IV)
Breve ha sido esta vez, querido y lejano amigo, el tiempo
que pasé a su lado, mas suficiente para disfrutar del regalo incomparable de su
presencia y perderme, una vez más, en el laberinto de su misterio. Aunque
siempre creo que voy a ser capaz de entenderlo sé que no es verdad, porque cada
vez me sorprende con un nuevo ingenio, con una nueva muestra de su inacabable
repertorio de belleza.
Julio, últimos, a.- La tarde agoniza entre naranjas de fuego. Desde el
altozano pierdo la vista intentando contar los infinitos polígonos amarillos
que el verano –que ya va por la mitad- ha introducido en el paisaje. De nuevo
es preciso, para intentar comprenderte, ajustar las dioptrías de los colores y
enfocar los lentes de la sensibilidad. Los verdes en chopos y viñedos son hoy
más potentes y poderosos; los amarillos rastrojos, nuevos y perfectos, dominan
llanuras y laderas; las manchas de barbechos y tierras perdidas siguen con sus
rojos y grises donde siempre.
Comienzan
los Juegos Olímpicos con brillante ceremonia de inauguración y la antorcha
florece en un pebetero mágico, pero aquí la lluvia desluce el arranque de la Fiesta de las
Peñas. Está noche está apedreando en alguna colección de sueños.
Julio, últimos, b.- He madrugado para subir al páramo porque hoy la
sorpresa, en forma de color y composición, está aquí. En efecto, el paisaje
exhibe una colección magnífica de rastrojos y alguna mancha verde de robles que
se asoman a espiar. –Vaya cosa, unos rastrojos- no me dirás. Pues sí, porque
hoy el páramo así vestido conforma un paisaje característico, definitorio y
bellísimo de nuestra tierra. Con el sol de la mañana brillan como perlas
chiquitinas las gotas de la lluvia de anoche.
Ya
no hay espigas en plenitud, ni mares de olas verdes en ninguna de las esquinas
del páramo . Lo que hay en verdad hoy es un inmenso foco de luz, un gigantesco
mosaico formado por planos de luz en todas las direcciones que fragmentan el
espacio en esencias y abstracción.
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Amplios
espacios habitados por colosos pobladores geométricos como si fueran ejércitos
blancos y silenciosos al mando del general gigante y verde: el chopo milenario
llamado “el árbol del tío Pito”.
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En
muy pocos días desaparecerán de la escena y dejarán despoblado el paisaje y sin
canciones el aire. Sí, amigo mío, hoy son rastrojos blancos y brillantes, pero
el agua y el sol irán descomponiendo su color hasta romperse en grises
rotos y en poco tiempo serán solo
rastrojos olvidados a la espera de una reja descomunal que abra su corazón en
mil surcos y descubra su sangre roja dispuesta a reanudar el ciclo vital y la
esperanza de una nueva cosecha: la mejor de la historia.
La
comida popular en la chopera de la
Fuente ha discurrido con bien. Pero la fiesta de la peñas ha
ido perdiendo, como tantas otras cosas en el pueblo, elementos que la definían.
Alguien escamoteó la misa en la ermita de San Jorge que aportaba cuando menos,
aparte de los valores piadosos, un agradable paseo, un punto de encuentro desde
donde divisar, desde tan privilegiada atalaya, el pueblo a nuestros pies,
recontar las casas, observar los nidos de los tordos y recrear la vista por la
cuenca del arroyo y los paisajes de la vega del Duero. Alguien escamoteó el
ágape de mediodía en las bodegas que, aunque hubiera que pagarlo, tenía el
atractivo de los encuentros.
Al mismo tiempo que en la chopera de la fuente alguien
cantaba los números de la rifa de los jamones otras voces sentenciaban “envido”,
“órdago”, “quiero”, “no”, “las cuarenta”, “arrastro”... completamente
ajenas a los equilibrios increíbles de los gimnastas olímpicos. Por un momento
estaba viendo jugar a mi padre y al padre de un quinto mío que ahora juegan
partidas de maestros del subastado –por pura diversión- en el territorio de las
estrellas.
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El
sol se puso en el páramo y estuve presente hasta que prácticamente no se veía.
Imagínate un cielo de metal líquido derramándose por las compuertas de las
nubes. A oscuras bajé al poblado cuando era ya noche cerrada.
Julio, últimos, c.- Esta mañana quiero recorrer los caminos de la
vega. El campo está abierto como una página en blanco. No hay espacios que
respetar ni límites en los caminos. Se puede recorrer con total libertad y
llegar hasta el punto concreto que te interesa abrazar sintiendo el ruido característico
de las cañas del rastrojo al pisarlas. He entrado en un palomar abandonado al
que nunca tuve acceso porque las tierras estaban sembradas, o nacidas, o
espigadas. Hoy sólo zarzas y algunos huecos en los adobes miran al cielo azul
de la mañana de verano y recuerdan que aquí, hasta hace bien pocos años, hubo vida.
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Los
buques que ayer mismo surcaban airosos mares de espigas verdes han quedado
varados en una ladera de arena dorada.
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La
vega mantiene los efectos verdes en los majuelos y en el arbolado y añade los
rectángulos amarillos que aquí y allá le han nacido, pero el contraste general
no es tan acusado como en el páramo. Las franjas verdes de ayer son esta mañana
manchas amarillas
Con la tarde me voy a los mares del norte, al mar de mar
azul y al verde siempre verde. Pero mi corazón se queda contigo preso en esta
luz última que rebota en el último rastrojo que se niega a apagarse. Me detengo
un instante para abrazarte por última vez. Cuando nos besamos estaba
anocheciendo. Adiós.
SANTIAGO IZQUIERDO